Relatos Mansos - Editorial Alpaca



Relatos mansos


El día era uno más entre tantos de esos monótonos que componían su vida. Mientras peleaba con su conexión de internet tercermundista, profiriéndole maldiciones como si ésta pudiera escucharla, a la que oía maldecir aún más fuerte era a su vecina, gritándole a ese chiquita insoportable porque no quería bañarse, o porque le dolía la panza por comer muchos caramelos, o porque el perro caniche, que tampoco que se callaba, la había mordido ligeramente porque no dejaba de molestarlo. A veces se preguntaba por qué algunas personas tenían hijos. Trató de no prestarles atención y continuar con su trabajo, aunque su patética conexión se lo dificultaba. Una vez más optó por reiniciar la máquina.

Y como al mundo le gusta mantener su propia rutina, cerca de las siete comenzó a escuchar las sirenas de la ambulancia, y tan sólo segundos después vio por la ventana que el viejo del 1 salía a ver si podía chusmear algo, inútilmente por supuesto. Pero al mundo le gusta mantener su propia rutina.

Como ese chico rubio y desalineado que se cruza varias mañanas en el boulevard de la avenida, ese que va siempre acompañado de un labrador algo flaco y con un estuche de guitarra bastante raído a cuestas. Varias veces se preguntó quién era, era el único momento y lugar donde se lo cruzaba. Siempre se fijaba en el perro y se sentía tentada a acariciarlo. Algunas veces, él se sonreía, y dependiendo de su humor, ella le devolvía la sonrisa.

Mentiría si dijera que no se inventó varias historias en su cabeza.  Cuando el mundo la aburría, y eso ocurría seguido, se refugiaba en su propio mundo de las ideas. Y así es como las personas que conocía y veía día a día, lograban vivir otras vidas. Quizás eran sus sueños frustrados de poeta que nunca logró terminar una rima que la complaciera. Quizá sólo no sabía qué más hacer con toda esa imaginación que la sacudía.

La maquina finalmente terminó de reiniciarse y la conexión estaba decente, pero sabía que debía aprovecharla porque no dudaría mucho. Sin embargo, su informe sin terminar ya no se sentía como una prioridad. Decidió dedicarle unos minutos al ocio, no es como si no lo estuviera haciendo cada 5 minutos mientras trabajaba, pero había una sutil diferencia en eso de dotarlo de oficialidad. Puso música, necesitaba relajar sus oídos.

No terminaba de sonar la segunda canción cuando oyó golpes en su puerta. Con la habilidad de una adivina gitana se levantó a abrir. Allí estaba la mina del 4, esa que no saludaba ni que te pusieras carteles luminosos en la frente y celaba a su novio/compañero/cónyuge/marido como si fuera Brad Pitt con la inteligencia de Einstein y las palabras de Bécquer. Por supuesto que ahora tampoco saludó y fue directo al grano a decirle que pusiera más bajo su música.

Pensó en decirle que no se quedaría muda por decir “hola”. También pensó en informarle que hay más formas que la imperativa, pero no creyó sacar ningún provecho de discutir sobre gramática en el pasillo. Pensó en preguntarle por qué nunca se quejaba cuando la del 2 le gritaba a la hija, o cuando el caniche no paraba de ladrar por las mañanas cuando quedaba solo, o cuando la del 5 se ponía a limpiar a las cuatro de la mañana, o la del 7 los despertaba los domingos a las siete de la mañana con música cristiana. Pero sobre todo quería hacerle ver que ella nunca había ido a golpearle su puerta para pedirle que por favor gimiera más bajo. Ante todo eso, ¿qué mal le había hecho al mundo un poco de The Beatles, a un volumen que estaba segura era moderado, un viernes por la noche donde la única que intentaba trabajar un poco era ella misma? “Dios, ¿a quién carajo no le gustan los Beatles?” se preguntó, y en su mente se formó la imagen de ese amigo que se paseaba con su remera de los Beatles pero al que sólo le gustaba una canción... de John Lennon.

Tenía el discurso formado en su cabeza, pero cuando habló, todo lo que dijo fue: “Disculpá. Ya la bajo”.

Cerró la puerta a otra oportunidad que se le escurría de darle a voz a tantos de sus pensamientos. Pero sabía que no ganaría más que una facepalm en la cara de la humanidad.

Suspiró y cerró el reproductor. No quería problemas, y le pasaron las ganas de relajar sus oídos cuando se dio cuenta de que era tarea imposible, pero tampoco quería volver a ese informe que la miraba como si nunca fuera a terminarlo. Volvió a mirar por la ventana y vio que el viejo del 1 seguía afuera, ahora sentado en la vereda tomando mate, y con la mirada cristalina perdida en algún punto lejano, como le resultaba bastante común ver en gente de su edad.

Debía admitir que el viejo tenía sus mañanas, pero de todos los locos del lugar, incluyéndose a sí misma, era el que más le agradaba. Siempre disfrutaba de conversar con él y que le contara de sus viejos tiempos. A los ancianos les encanta hablar, y ella era muy buena para escuchar cuando lo que oía le interesaba.

Miró una vez más ese maldito informé y las taza de café frío y a medias sobre el escritorio; finalmente cerró su notebook y se encaminó hacia afuera.

“¿Le molesta que le haga compañía un rato?”, le preguntó.

Él le sonrió y le cebó un mate como respuesta. Ella lo aceptó y se sentó sobre los ladrillos del cantero cubierto de margaritas.

“¡Qué clima más loco!” comentó ella.

“Ay, querida, en estos tiempos, hasta el clima está loco. ¿Te conté de la vez que allá por el ’67…” comenzó él a narrar una nueva historia, quizás una que ya le había contado, quizás no. Ella sonreía y asentía, incitándolo a continuar y haciendo comentarios cada tanto.

Disfrutaba de su soledad y la mayor parte del tiempo quería a sus vecinos bien lejos. Pero hay días iguales, y días distintos. El lunes volvería a pensar en su informe. 




by March Hare~
17/11/15
(sí, esto hacía en lugar de estudiar)
Editorial Alpaca.


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